1961
por Esther G Llovet
1961 fue un año nervioso, rápido, como condensado en cien días. 1961 vio pasar asesinatos de cubanos a manos de la CIA, el nacimiento del mito de Kennedy, golpes de estado sudamericanos, revoluciones angoleñas. Aún no demasiado Pop, aún no de todo 60´s, el mundo se encaminaba, como siempre, hacia guerras exóticas y descubrimientos explosivos. 1961 también contó con momentos dulces como la sonrisa de sello de Yuri Gagarin desde el espacio mientras aquí abajo sonaba la banda sonora de "West Side Story" en todas las emisoras de radio. 1961 fue además, y ahora se cumple el sesenta aniversario, el año de publicación de "Before Eden", un relato de ese otro mito que fue Arthur C. Clarke. Apareció en junio, en la "Amazing Stories", aquella maravillosa revista de Ciencia Ficción precursora del "Pulp", tan fea y mal maquetada que resultaba demasiado bonita. La portada de ese número representaba a tres astronautas de un sucio color amarillo arrastrándose sobre la superficie de un planeta color púrpura. 150 paginas. 0.35 cents. Lo que ahora cuesta un chicle de menta.
El relato de Clarke son apenas ocho páginas. La historia, como todas las de Clarke, está escrita tal como era su estilo, muy justa de adjetivos, al grano, pero con esa proliferación siempre suntuosa de colores ricos y espesos, magentas, rojos lava, negros aterciopelados. La historia que cuenta es la de tres astronautas científicos: Garfield, Hutchins y Coleman (qué buenos nombres, Arthur) en misión al Polo Sur de Venus en busca de vida. Viajan a bordo de un vehículo de reconocimiento por una meseta con temperatura lo bastante baja como para permitir la existencia de agua. Al llegar a un acantilado salen del vehículo vestidos con trajes térmicos y escalan hasta llegar a un río seco y, por primera vez, a un lago con agua fluida. Al detenerse descubren, en un montículo cercano, algo que se mueve lentamente en su dirección. Se aproxima hacia ellos, se acerca y retrocede con el calor de sus cuerpos. Es una especie de organismo plano, no saben si animal o vegetal, se encoge y expande, los rodea, pero no parece peligroso. Toman una muestra del mismo y después instalan una tienda hermética para descansar. Comen algo y entierran los restos. Después vuelven a la nave. El organismo, atraído por los compuestos químicos de los alimentos, excava hasta los restos y los absorbe. Y con ellos, con las colillas y los pedazos de papel, también bacterias. Y virus. Un virus que acaba con él. El relato acaba así: "Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación, había llegado a su fin".
Esta "Before Eden", o "Antes del Edén", la escribió Clarke ya en Colombo, en la antigua Ceilán, donde vivió hasta su muerte (descontando alguna escapada"bonus track" para escribir "2001: Una Odisea del Espacio" con Stanley Kubrick) y a donde había llegado, directo del viejo Londres, en 1956. Ceilán debía ser, como ahora, el paraíso. El paraíso del surf, del buceo, de chicos guapos apareciendo entre lianas sudorosas al atardecer. O al menos así debió ser los primeros meses de su estancia hasta que poco después, en 1957 estalló, de golpe y sin aviso, en China, un virus de la gripe, una pandemia que pasó a Singapur y de ahí arrasó el Sudeste Asiático, África, Europa, Estados Unidos. Dejó entre uno y cuatro millones de muertos. Y es que ha habido otras pandemias, otros virus, otras plagas, aunque pensemos que esta de ahora ha sido la única, que este terremoto de intensidad mil que lleva un año sacudiendo el planeta, ha ocurrido una sola vez. O al menos pensábamos que no podría volver a ocurrir.
Cuando hace tres años leíamos en la prensa que se cumplía el centenario de la gripe española de 1918, todos, o al menos la que escribe, pensamos que eso, hoy, ya no podría ocurrir. La Ciencia, que casi por inercia va con mayúscula, ha avanzado tanto que esto es imposible que pase otra vez, pensamos. Pero ha ocurrido. Y cómo.
Más allá de la muerte, de la soledad, del miedo, de todo lo que acompaña un suceso así, las medidas de control trajeron también una escala que no conocíamos, una interpretación del mundo diferente, una vara de medir nueva que volvió lo cotidiano algo extraordinario. Una hora ya no era una hora. La calle, mi acera, la gente ya no era gente sino personas que iban solas, de una en una, como un ladrón, con prisa de ladrón, sin dejar siquiera una sombra en las paredes con anuncios de películas que nunca llegaron a estrenarse. Saludabas desde casa, desde detrás del cristal, fotografiabas a ese desconocido que no sabías muy bien si acababa de salvarse de un naufragio o se dirigía a un naufragio sin remedio. Pero todo de lejos. Porque esa vara no solo cambió la medida del tiempo, también del espacio, lo dejó todo allá, al otro lado de una frontera extraña. Estábamos rodeados de fronteras.
Recuerdo a finales de abril, desde la ventana, en esos meses en que nuestras casas no fueron más que ventanas, ver pasar un avión. Fue el primero. Después de muchas semanas, ver el largo rastro blanco del reactor, ver el avión atravesar el horizonte (iba de este a oeste, lo recuerdo muy bien) me hizo caer en la cuenta de que llevaba dos meses sin ver ninguno. Pensé entonces que algo estaba acabando al fin, que ese avión era una promesa. Volvía lo moderno, lo contemporáneo, lo rápido, después de esos exasperantemente lentos meses de plaga bíblica.Volvía la industria, la máquina, lo real. Se ponía en marcha la Ciencia de nuevo, la precisión, la tecnología precisa, la misma que el 19 de febrero de este 2021 depositó sobre la superficie de Marte al "Perseverance", que en estos mismo momentos se encuentra recogiendo imágenes sobrecogedoras de polvo oxidado y cielos cetrinos, grabando el ruido tamizado de la brisa musical, recogiendo muestra tras muestra de tierra roja, buscando señales de lagos subglaciares, de organismos, de cualquier forma de vida, y no sabremos nunca si dejando allí, ahora mismo, en Marte, el comienzo del fin, la cancelación de un posible futuro, la muerte de la Creación. Mars Year Zero.